El hombre asiático, chino tal vez, empresario o diplomático, dueño de una cadena de supermercados o magnate del uranio, viajaba cómodo en el asiento trasero de un lujoso auto azul oscuro. Sólo se lo veía a él, ya que había bajado completamente la ventanilla de su lado. El auto se detuvo justo en el semáforo en rojo y en esa esquina el hombre sacó su brazo, cubierto por su fino saco negro y lo extendió. Por su gesto se notaba que quería saber si había empezado a llover. Eran las dos de la tarde y había un sol radiante, pero al arrancar el coche, gruesas y torpes gotas de lluvia se precipitaron sobre la vereda. Cecile se quedó sorprendida mirando cómo el auto se alejaba.
Desde su departamento en el quinto piso sobre la avenida miró hacia abajo. Por la vereda una marea de paraguas caminaban en distintas direcciones pero tan cerca unos de otros que no había solución de continuidad. Los paraguas multicolores se chocaban transmitiéndose información, cual hormigas.
Cecile cerró la ventana y miró la hora, Esteban ya debería haber llegado, tampoco llamó por teléfono, pensó. Abrió la heladera pero nada la tentaba. Se tiró en el sofá y cerró los ojos. Se despertó cuando al parecer en su piso, el ascensor se detuvo. Espió por la mirilla, no vio mucho, apenas una figura que cerraba la puerta tijera y con un impermeable o quizá el brazo de alguien con un impermeable. Abrió sigilosamente la puerta y al lado, en un ángulo contra la pared, un paraguas azul empapado chorreaba agua.
Desde la ventana Cecile miró la calle: las luces de los carteles y la corriente interminable de los autos que nunca paraba. ¿A dónde van?, se preguntó. Harta de esperar se puso su impermeable para salir. Llamó al ascensor que no llegaba, estaría detenido en algún piso. El visor marcaba el séptimo, prefiero subir dos pisos que bajar cinco, pensó. Subió, pero el ascensor ya no estaba.
Estará descendiendo, dijo. Cecile estaba bajando cuando en el rellano entre el séptimo y el sexto vio una figura sentada en los escalones. Una mujer con un pañuelo miraba hacia abajo.
-Buenas tardes, dijo Cecile, pero la mujer la ignoró.
Cecile tomó el ascensor y llegó a su piso cuando abrió la puerta de su departamento vio a la mujer del pañuelo esta vez sentada en su sofá mirando el televisor. Finalmente entró.
Tosió. Fue a la cocina y buscó un vaso de agua, miró su pie, unas hormigas coloradas pululaban sobre un resto de torta mojada que alguien había dejado caer. Tiró su pañuelo sin querer y lo recogió con asco. Lo sacudió y se sonó la nariz.
Bajó por el ascensor para saber si el portero del edificio estaba. A lo mejor la mujer se había perdido y él la conocía.
En la recepción no había nadie, por las dudas abrió la puerta principal para ver si Oscar, el portero, estaba fuera lavando la vereda a pesar de que seguía lloviendo. No, no estaba.
Llamó en voz alta en el hall: ̶ Oscar ¿estás por ahí?
Volvió a su departamento, la mujer se había ido. Por las dudas revisó en todos lados. ̶ Sí, se fue, pensó Cecile.
Afuera seguía el mal tiempo, el paraguas azul estaba todavía al lado de su puerta. Lo tocó, ya estaba seco. Escucho sonar el teléfono y corrió para atender, y se enganchó el pie con la punta de la alfombra que estaba enrollada pero alcanzó a tomar el auricular.
̶ ¿Cecile estás en tu casa? preguntó Esteban, su novio.
̶ Claro hace una hora que te estoy esperando. ¿Dónde te metiste Esteban? Te escucho mal, se corta la voz.
̶ ¿Qué me decís, Cecile?
A esa altura ya había descartado la cena con Esteban, era tarde y la verdad tenía mucha hambre. Frente al espejo se arregló un poco el cabello. Decidió salir y cenar sola. En el palier del edificio se escucharon voces. Espió otra vez por la mirilla y vio a alguien que pasó corriendo, dudó si salir o no. Un timbre la sobresaltó.
̶ ¿Quién es?
̶ Oscar, el portero, ¿usted tiene luz?
̶ A ver, Oscar un momento, no sé. Se da cuenta de que su televisor se apagó y la lucecita de encendido también.
̶ No, Oscar, no tengo.
Ahora sí, salió el palier. Usó la linterna porque ya eran las 19:30 y se veía poco. Creyó volver a ver a la mujer sentada en la escalera pero no le importó.
Escuchó voces que venían del séptimo y cuando estaba por subir, Oscar llegó agitado por las escaleras. Cecile lo miró fijo. Alguien había caído por el hueco del ascensor.
̶ Ya llamé a emergencias, dijo Oscar.
Entre los dos, iluminaron y la mujer del pañuelo yacía boca abajo. Su bolso abierto dejaba ver toallitas blancas de papel desparramadas a su alrededor como en un siniestro rompecabezas. Cecile bajó, estaba descalza. Tenía los zapatos en la mano cuando salió a la calle y caminó apurada como si alguien la esperara. La lluvia había parado y fue corriendo hacia la esquina, necesitaba sacarse la escena de la cabeza. Apoyada contra la pared trató de reponerse cuando vio a un hombre chino pasando en un auto azul oscuro, iba sentado en la parte de atrás. Sacó su mano por la ventana y arrojó la ceniza del cigarrillo. Cuando el auto arrancó, justo con el semáforo en verde un remolino de hojas se levantó a pesar de no haber viento. El auto llegó a la bocacalle y se detuvo. La puerta de atrás se abrió y Cecile sin dudarlo corrió y se introdujo en el coche. A su lado no estaba el hombre chino, había si, una pantera negra que se estiraba y con su lengua rosa le lamía las manos.
De «El Vuelo de los Angeles Gitanos y Otros Cuentos»
Autora: Laura M. Steiman